Afirmó Charles Chaplin que todos somos aficionados, porque la vida no da tiempo para más. Y vale reconocer en primera instancia que la experiencia humana es tan amplia, que resulta imposible abarcar todas las ramas del saber.
Ya desde antes de nuestra era el filósofo griego Sócrates sentenciaba que solo sabía que no sabía nada. Su frase equivalía a percibir que siempre queda mucho por aprender, y para avanzar el primer paso es mostrar humildad y descubrir que podemos ser aún mejores.
Pero llega el pero. Puede entenderse que alguien sea ignorante en la ciencia medicinal; lo que no puede admitirse es que porte bata blanca. Puede aceptarse que para aquel sea difícil la matemática y para el otro la redacción, pero no tienen entonces cabida como técnico económico o escritor, según el caso.
Lo triste es que cada día coincidimos con personas que ocupan determinado cargo con su correspondiente cuota de poder, sin que medie un conocimiento elemental de la actividad que presuntamente dirigen.
Les sirve el sayo a Trump, a Biden, pero también a algunos que se hallan más cerca de nosotros, aquellos que no saben ni quieren saber que ignorancia supina se refiere a la que procede de la negligencia en aprender lo que puede y debe saberse.
La enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia, dijo alguien, y a pesar de ser una carga pesada, generalmente quien la lleva no la siente.
De forma muy elemental, según la tradición oriental del hinduismo, la ignorancia se encuentra entre las más bajas y negativas de las cualidades de la naturaleza. Para quienes practican el budismo, constituye uno de los venenos del karma.
En la filosofía occidental existen la ignorancia sabia, aquella en que se sabe lo poco que se sabe, y la profunda, cuando no se sabe que no se sabe. Define, además, que es una descalificación que degrada en la escala social y en la valoración individual.
Cuando personas ignorantes se empeñan en demostrar conocimientos que no poseen, es cuando se rebela el entendimiento. Dijo alguien más que el primer atributo de la ignorancia es presumir de saber.
La música que se escucha, lo que se lee, la película preferida, el enfoque sobre la vida doméstica, el comportamiento laboral, muestran cada día qué grado debe alcanzar la superación. El alarde consustancial al ignorante solo acentuará más la también consustancial mediocridad.
Reconocer para qué no se es apto es una forma de sabiduría. Dos personalidades de la antigüedad, el chino Confucio y el griego Aristóteles, señalaron que la ignorancia es la noche sin luna y sin estrellas de la mente, y que hay la misma diferencia entre un sabio y un ignorante que entre un hombre vivo y un cadáver.
Aristóteles tensó al máximo la cuerda, pero muy de cerca le siguió el escritor francés Honoré de Balzac, cuyo recuerdo nos servirá de cierre: La ignorancia, dijo, es la madre de todos los crímenes.
(TVYumurí)