Siempre he sentido pasión por aproximarme a las grandes figuras, esas reverenciadas por las multitudes como una suerte de mito, desde un retrato de familia.
Una fotografía familiar no es la portada de una revista de época, donde solo tiene cabida el mejor perfil. Las instantáneas que, por así decirlo, conforman el patrimonio filial, te acercan como ninguna otra a un ser semejante a ti, de venas abiertas al paso inexorable de los años.
Por estos días, en la víspera de este 102 aniversario del nacimiento de Jesús Orta Ruiz, su hijo menor, Fidel Orta Pérez, me ha regalado, además de sus confesiones, una foto donde aparecen él y sus hermanos Jesús y Alba junto a sus padres.
Allí “Fide” también puede apreciarse en su dimensión humana. No vemos esta vez al escritor, el investigador y ensayista, al cineasta apasionado, sino al hijo, con la camisa entreabierta a la complicidad del hogar y el tabaco reteniendo entre los dedos la próxima bocanada de humo, porque era preciso dejar una huella menos leve de aquella tarde junto al “Viejo”, como le llama cuando alguien le mueve los recuerdos.
“Siempre fue mi viejuco, jamás lo vi como el famoso Indio Naborí. Cuando adquirí una clara conciencia de su altura, se multiplicó mi respeto y admiración por él. Pero eso era de la piel hacia afuera, porque de la piel hacia adentro seguía siendo el mismo padre juguetón, entretenido, profundo y risueño que tuve toda la vida.
Según el menor de los vástagos naborianos, para evocar a Orta Ruiz no es preciso rasgar las páginas del calendario hasta llegar al último día del noveno mes del año y ello -explica- se debe a su profundo arraigo popular.
“Se le tiene presente en cualquier fecha y en cualquier sitio de la Isla. Donde menos te lo esperas, y cuando menos te lo esperas, el pueblo lo trae de vuelta sin previo aviso.
“¿Por qué ocurre? Aquí va la respuesta: ese hombre-poeta, ese poeta-hombre, es ya un ingrediente de nuestro imaginario. La propia trascendencia de su obra lo ha convertido en una suerte de leyenda, de fascinación de cotidiana referencia. Por eso todos los 30 de septiembre, preferimos recordarlo desde lo íntimo. Su ternura, sus anécdotas de padre, sus mimos de abuelo y el inmenso amor que él sentía por nuestra madre. No se puede recordar al Viejo, sin recordar a la Vieja. Dígase mejor así: no se puede recordar al poeta, sin recordar la poesía”.
La foto familiar fue captada en la antigua casa del Vedado, en la calle 8. Pude visitarla cuando el cuerpo físico de Naborí no habitaba aquel espacio de portal amplísimo. Sin embargo, mentiría si dijera que no lo vislumbré en la biblioteca, o junto al escritorio donde todo permanecía en el mismo sitio, aguardando solemnemente el nacimiento de un verso.
Cuenta su hijo que en aquella casona muchos poetas noveles encontraron abrigo y el autor se sobrepuso a la invidencia, para cantar Desde un mirador profundo. Allí -narra- se partió el pan de la poesía como un milagro, en tiempos donde no siempre la alegría, por más que se irguió tras la puerta, pudo espantar el infortunio.
“Nunca fue complejo asistir al acto de creación del Indio Naborí. Todo lo contrario. Era una fiesta. Porque en él, y esto lo dijo un crítico español, ‘se conjugaron los dos tipos humanos y literarios más perdurables de la literatura popular en lengua española desde la Edad Media: el juglar y el trovador’; una virtud que lo ayudó muchísimo a continuar creando cuando se quedó ciego.
“La Revolución cubana no llegó a este poeta producto de una coyuntura histórica concreta, este poeta fue parte activa de la Revolución y llegó con ella. De ahí su poesía política, que la asumía con el mismo entusiasmo con que asumía la poesía íntima. Él siempre fue consecuente con la consecuencia de su propia vida, de eso no tengas la menor duda.
“Y sí, puedo asegurarte que resultaba sorprendente verlo crear, entre otras cosas, porque compartía con nosotros todos sus textos… Si algo lo definía era su rigor para darle vuelo al poderoso mundo espiritual que lo envolvía… El mismo poeta que hoy escribía: ‘¿Adónde fuiste, ángel mío, / en tu última travesura? / Tal vez quiso tu ternura / mudarse para el rocío…’ (versos dedicados a su hijo Noel, que falleció siendo un niño); mañana podía pararse en una tribuna y declamar: ‘¡Primero de Enero! / Luminosamente surge la mañana / ¡Las sombras se han ido! Fulgura el lucero / de la redimida bandera cubana…’».
Tanto Fidelito como sus hermanos han cambiado muchísimo desde esa tarde en que el obturador inmortalizó la reunión familiar. Cada uno ha escogido su propio modo de ser fieles a la huella del hombre que, como Martí, creyó que la poesía verdadera solo puede nacer del sentimiento.
Por eso, Fide confiesa que más allá de un poema específico prefiere libros enteros como Estampas y elegías (1955), Boda profunda (1957), El pulso del tiempo (1966), Entre y perdone usted (1973), De la magia de Siria (1985), Entre el reloj y los espejos (1990), Con tus ojos míos (1994) o Cristal de aumento (2001)…
“Sí existen obras que todavía me conmueven. Por ejemplo: Desalojo íntimo, A mi padre, La fuga del ángel, Elegía de los zapaticos blancos, Sonetos IX y X, Madrigal de la neblina… En el Indio Naborí no es el tema lo que busca la emoción, es la emoción la que busca el tema. Por cierto, ¿acaso esos poemas no te estremecen también a ti?”.
Me interpela y reflexiono que sí. Orta Ruiz tiene ese poder peculiar: lograr que cada cubano guarde una reminiscencia diferente de su legado, un parteaguas dentro de la literatura cubana. Tras su paso se difuminaron las más complejas líneas como una suerte de mesías que cambió para bien la historia octosílaba de la Isla.
“Hagamos un breve resumen: renovó la décima cantada y escrita, vigorizó la elegía, le otorgó un inusual rango de perpetuidad a la lírica social, energizó el verso libre, revivió el romance, pontificó el soneto y dejó una estela importantísima en la investigación folclórica. Fue un claro ejemplo de lo que es la fusión de lo culto y lo popular, de lo clásico y lo moderno. Pero a ese alto vuelo poético hay que sumarle siempre otras aristas: vocación de Patria, activismo en la promoción cultural, trabajo periodístico, presencia en la radio, en la televisión, y apoyo constante a los jóvenes cubanos que eran portadores conscientes de la tradición campesina.
“En él se unen el intelectual y el revolucionario, el poeta culto y el popular, e igual se unen el que escribe y el que canta o improvisa décimas. A veces resulta complejo realizar un análisis independiente de cada parte, sin que al final nos hagamos eco del ‘todo significativo’ que distingue su intensa vida creadora”.
El retrato que Fidel Orta Pérez me ha obsequiado no es de cartulina, como el original que reposa en sus álbumes. Llegó en breves segundos a mi ordenador y puedo ampliarlo para descubrirle los detalles. Ahí está su padre, cubierto por una guayabera tan blanca como su alma, ubicado en el centro de la familia con la misma precisión con que se sembró en el interior de Cuba para seguir siendo Una parte consciente del crepúsculo.
“Si algo extraño es su ternura, su beso, su abrazo. Extraño su voz, sus manos, sus pasos, sus manías, sus caprichos, en fin, tanto él como mi madre permanecen intactos, no permito que el tiempo me los dañe. Son dos almas buenas que a diario me acompañan, y debo continuar protegiéndolas; aunque ahora, para traerlos de regreso, tenga que viajar, cada septiembre, más allá de las estrellas”.
Periódico Girón