Confieso que este texto lleva meses dando vueltas en mi cabeza, desde una reunión de padres en la escuela de mi hijo donde hablaban una y otra vez sobre «los niños buenos», entiéndase, los que hacen las tareas y sacan buenas notas, los académicamente destacados; el resto, es cierto, nadie dijo que fueran «malos», pero tampoco entran en la lista de los buenos.
También puede ser que el Romance de la niña mala y el maestro que lo escribió, Raúl Ferrer, estuvieran confabulados desde el principio con mi maternidad para hacerme pensar en qué clase de hijos quiero formar, si realmente lo que más me apura es que clasifiquen como «buenos» en aquellos términos, o más bien me interesa que sean felices y plenos para que eso le devuelvan a la gente que los rodea, a la vida.
Estoy bastante segura de que me dobló la motivación un texto de la actriz Isabel Cristina López Hamse sobre esa incómoda manía que tenemos los adultos de preguntar todos los días ¿qué quieres ser cuando seas grande?, ¿qué vas a estudiar?, como si ahí radicara el único y verdadero valor de la existencia, como si antes que ser médico, músico, bombero o albañil, no hubiera que aprender a ser honesto, buen amigo, sincero, solidario, atento con los demás… (creo que me aprendí esta parte de memoria).
Por si fuera poco, ya terminando el curso, una amiga muy querida me envía por WhatsApp algo que encontró también en ese realengo desordenado y asfixiante que se ha vuelto Facebook, donde, de vez en cuando, alguien nos da un respiro de virtud. Decía así:
«Un abrazo a todos aquellos niños cuyo promedio es de 6 y 7, porque, tal vez, solo tal vez, no están en la escuela adecuada para su tipo de aprendizaje y sus maestros (y padres) quizá no han encontrado sus verdaderos dones y habilidades. Deseo que pronto sean comprendidos en su perfección. También a aquellos llamados latosos, insoportables, tremendos, y cuyo único “defecto” es que se aburren… Firmado: Un elefante al que educaron como pajarito…!»
De elefantes que intentan educar como pajaritos y viceversa están llenas nuestras aulas, lo digo como madre y como amiga (real y virtual) de otras madres que igualmente sufren la incapacidad para aceptar que, por suerte, todos los niños, niñas y adolescentes no son iguales; que no tienen necesariamente las mismas expectativas de sí mismos y del mundo; que al final del curso, ningún número define la bondad; que detrás de cada calificación hay una historia, una y mil razones; que instruir es más sencillo, pero aquí hablamos de educar, y eso implica hacerlo desde las diferencias, desde las historias individuales y colectivas de un estudiante, de un grupo, de una generación.
La tapa al pomo, como se diría en buen cubano, para devolverme al poema que tanto declamé en mi infancia, la puso otro post de Facebook, en el que también me leí a pie juntillas como madre. La autora publicó la boleta de notas de sus hijos cerrada, para garantizar que leyéramos sus sentimientos y no las cifras, para contar lo que va detrás de ellos, la película completa que pasa por nuestras mentes cuando vemos el rostro insatisfecho o preocupado de un niño al que, entre todos, lamentablemente con los «maestros» a la vanguardia, hemos convencido de que si no obtiene 100 puntos o Excelente, no es bueno.
«Y yo pregunto, vecino, vecino de mala entraña, ¿quién puede decir que sea, por eso, mi niña mala? Si hubiera visto lo íntimo de su vida y de su alma, como lo ha visto el maestro…»
El MAESTRO, uno que fue capaz de entrar a clases descalzo, sobre el piso probablemente de tierra de una escuelita rural del batey del central Narcisa, en la antigua provincia de Las Villas, y se inventó una leyenda loca de que los conocimientos penetran mejor sin zapatos, porque las riquezas de la tierra ayudan a afianzarlos, solo para convertir el aula en un espacio más equitativo dentro de un mundo y un país hartos de injusticia (aquel de la seudorrepública que algunos se atreven a evocar hoy como la octava maravilla).
Ese MAESTRO fue Raúl Ferrer. Él escribió el Romance de la niña mala y puso toda su fe y empeño en construir la nueva realidad en la que «el tierno botón de un niño sea una flor en la esperanza». Y llegó. El propio Raúl Ferrer lideró varios de los procesos que ayudarían a desarrollar una sociedad y una educación más humanas.
Sin embargo, en la lista de los malos sigue estando el muchachón hiperactivo y desconcentrado que le prestó su short de Educación Física a su compañero cuando se orinó en medio de un examen por los nervios, solidario tal cual Dorita, ¿recuerdan?: «con quien no traiga merienda, parte a gusto su naranja», o la niña disléxica que jamás alcanza a tomar el dictado completo, pero defiende el derecho de su amiga a enamorarse de otras niñas, y se sienta junto a ella sin complejos ni prejuicios, como Dorita, que prefería en los recreos jugar con Luisa, la única niña negra del aula.
Seguramente también está en alguna lista de los malos el adolescente fortachón que se escapa de la sesión de la tarde para montar patineta en el parque cercano y a las 4:00 en punto se planta en los bajos de su edificio a cargar pomos y cubos de agua, pues vive solo con la abuela y tiene que ayudarla, eso sí, cae rendido de tanto sube y baja, entonces casi nunca hace las tareas y cuando la profe explica Aritmética, «le resulta tan abstracta», que prefiere dibujar personajes de anime, así como Dorita, que de flores y banderas llenaba toda la página.
El curso terminó y estamos ya en modo verano, quizás esta pausa de las vacaciones sea un buen momento para repensar todos, maestros y familias, qué esperamos de nuestros niños, niñas y adolescentes; qué les exigimos; cómo y para qué los estamos educando.
Recientemente, tuvimos como arquetipos de educadores al profe Manuel, de la telenovela Entrega, y, por supuesto, a la Amalia de la teleserie Calendario, pero hace décadas, y en la vida real, tenemos al maestro Raúl Ferrer y su Romance de la niña mala. Quizás sea un buen momento para releerlo, repensarlo y rumiarlo cada vez que estemos a punto de escribir la lista de los malos o de los «no buenos», que no es lo mismo, pero es igual. Quizás sea un buen ejercicio preguntarnos: ¿quién puede decir que sea, por eso, mi niña mala? Puede que así nos animemos a indagar en lo íntimo de su vida y de su alma antes de etiquetarla o etiquetarlo, como si en un número de 0 a 100 cupieran un ser humano y su futuro.
Cubasí