Una mujer se para “ante la indiferencia del fregadero”, en sus manos brillan las gotas de agua, por sus sienes se escurren versos. Los toma suavemente y los va dejando sobre los platos limpios, las cucharas, el delantal de flores rojas, como un rastro de migajas en el camino hacia lo trascendente.
A mí también me olvidarán es el título del poemario con el que Maylan Álvarez (Unión de Reyes, 1978) conjura ese miedo universal a diluirse en la eternidad de los siglos por venir. Apostillado como Breves concesiones para hacer de my life un acto casi poético, obtuvo el Premio Literario Fundación de la ciudad de Matanzas 2021, y cuenta con el diseño de Johan E. Trujillo y la cuidada edición de Derbys Domínguez.
Da gusto tener entre las manos la versión impresa de este cuaderno delgadito, elegante, hermoso desde su portada con una suerte de Mona Lisa-femme fatale que acentúa los antagonismos, las disrupciones que subyacen entre sus páginas.
¿Importa acaso que alguien recuerde esta colección de nimiedades que ha sido nuestro paso por la vida? Importa, sí, por eso la autora se apresura a empacar jirones de memorias: unos tenis amarillos, la muñeca Llorona o esa vajilla Duralex aún intocada, para su viaje poético de regreso a Comala. Consciente de que somos urna de las historias que nos precedieron, vierte en el papel retratos de los seres que la habitan: la madre, la abuela Alfonsina Dulce María, la vieja Bile, la tía Felipa o el abuelo Merejo.
El acápite primero, “de la infancia (que todo lo perdona),” contiene una visión de la niñez “con tardes de lluvia desde la ventana, / con zapatos ortopédicos para el pie plano, / con libros de colores, / con muñecas de trapo”. Dulce revelación de esas fantasías, suerte de universos apócrifos que nos acompañan en el tránsito hacia lo adulto, hacia el inquietante futuro donde las niñas ya pueden abrirse de piernas, las princesas terminan por quedarse solas y se aprende que “hay cosas que nunca te llegarán”.
En estos primeros poemas, el entorno rural emerge, más que en la superposición de imágenes, en la sensación que acompaña la lectura. No se nos muestra un paisaje pintoresco de “pueblo de campo”, tendremos que vivirlo (acaso padecerlo) en el ritmo lento de su verso, resignado, implacable, que se prende a las vísceras con esa pasividad asfixiante, tan difícil de sacudir.
“De esta plenitud (que a nadie perdona)”, segundo apartado del texto, logra transmitir en pocas páginas el sentimiento de dualidad presente en todo lo femenino. De una manera curiosa evoca el cuadro Las dos Fridas de Frida Khalo, una frente a otra están la poeta y la madre, rebeldía y sumisión, la eternidad y lo fugaz. Un sutil entramado de arterias conecta a “la niña que fui con esta mujer que no quiero ser”.
Hasta el final, los últimos poemas reunidos bajo el subtítulo “de esta cotidianeidad (donde una mujer pretende que no la olviden)”, nos arrastra una sensación de autodescubrimiento: estamos ahí, somos nosotros retratados en la vulgaridad de cada acto rutinario, sus diminutas insurrecciones y conformismo culpable, en los rituales de la subsistencia y la precariedad delatada por miles de gestos.
Resulta bastante curioso que un libro que, desde su título, juega con el afán de inmortalidad, esté lleno de cosas fútiles: un plato que se rompe, olor a estancias sombrías y escaparates de cedro, objetos abandonados, listas de la compra. Maylan nos entrega sus claves: si no se puede vivir una existencia poética hay que poetizar todo lo ordinario, convertirlo en sustancia trascendental a través de la literatura.