Los disparos que rompieron el silencio aquella noche en la finca La Candelaria le arrebataron los sueños a dos inocentes. En el bohío donde horas antes se escuchaba la sonrisa de Felicia, Josefina, Fermín y Yolanda mientras estudiaban, luego retumbaban gritos.
Eran bandidos, los que habían tocado la puerta. Sabían que allí vivía una familia revolucionaria y querían a Fermín para que los guiara varios kilómetros hasta la casa del teniente Bravo.
Pero ni la desconfianza de la madre Nicolaza al abrir con cuidado la puerta, ni el gesto desesperado de Gregorio, el padre, en busca de una escopeta de caza, pudieron sortear la furia de las balas.
A ella le hirieron ambos muslos; a Felicia, la hija mayor, las ráfagas de ametralladora le atravesaron el vientre. Fefita, la más pequeña fue herida detrás de una oreja. Fermín… murió al instante, y Yolanda, no llegó con vida al hospital.
El asesinato de Fermín y Yolanda me impactó desde pequeña. En Bolondrón cada 24 de enero, se recuerda con dolor aquella tragedia de 1963, porque la finca La Candelaria estaba muy cerca y la pérdida de esa familia encarnó el terror bañado en sangre.
Cuentan que un mar de pueblo los acompañó hasta el cementerio y que muchos repitieron más tarde los versos del Indio Naborí en diálogo poético con el Apóstol:
«Pero hay maestro, las fieras/Enemigas de la infancia /Se agazapan en la noche/ Pérfidas…de pronto saltan/ Sobre dos niños guajiros / Pichones de la esperanza».
La acción contrarrevolucionaria perpetrada por la Agencia Central de Inteligencia contra Cuba resonó en el territorio, como ellos querían; pero pronto el propio pueblo erradicó a los asesinos, para que no se repitieran nunca más en la Isla, historias tan tristes como la de Fermín y Yolanda.
(Por Jeidi Suárez García – Radio 26)