El Ballet Nacional de Cuba regresó desde este jueves a la sala Avellaneda del Teatro Nacional en la continuación de la temporada que inició la pasada semana. Entre las propuestas destaca el estreno de Lucile, una pieza del bailarín danés Johann Kobborg, que fue posible gracias, en buena medida, al apoyo de los Amigos Británicos del Ballet Nacional de Cuba, un grupo que ha colaborado por más de dos décadas con la agrupación.
Los muy fructíferos años de Kobborg en el Royal Ballet de Londres han marcado decididamente su creación. La herencia de la escuela inglesa es muy evidente en esta pieza. Mucho del legado de Frederick Ashton y Kenneth MacMillan (de cuyas obras Kobborg fue destacado intérprete) se puede encontrar en este montaje. Es un material bien asimilado, porque no se trata de un simple “copia y pega”. Hay imaginación, limpieza en la dramaturgia, temple narrativo, buen gusto en el vocabulario…
Puede que una parte del público cubano, que es tan aficionado al virtuosismo, extrañe un despliegue técnico mayor. Pero aquí, como en los clásicos británicos del siglo XX, la técnica está sujeta a las demandas de la expresión dramática. La pauta de movimiento atiende, sin excesos, lo que pide el discurso.
Precisión y esencialidad en la línea; sobriedad y elegancia; suficiencia y contención: eso les ha pedido Kobborg a los bailarines. Los presupuestos de la escuela inglesa. Y los solistas han estado en sentido general a la altura; al cuerpo de baile le faltó clara comprensión de esas lógicas. Son casi todos bailarines muy jóvenes, hay que foguearlos en los salones y en el escenario, que es el permanente desafío del BNC en tiempos de elencos inestables.
El teatro dentro del teatro, un recurso tantas veces socorrido, sirve aquí para evocar el influjo de una gran bailarina en sus públicos —Kobborg se inspira en su compatriota Lucile Grahn, pero esto no es una biografía. Al final se cuenta una trágica historia de amor, que es un homenaje al ballet del romanticismo. Un homenaje, no una reproducción: este ballet no implica ataduras estilísticas ni cepos temporales.
En algún momento las transiciones entre escenas nos resultan algo dilatadas, y es posible vislumbrar, en la simple funcionalidad de las soluciones escenográficas, potencialidades estéticas desaprovechadas. Puede ser cuestión de disponibilidad de recursos.
Lucile, en definitiva, ha sido una sólida apuesta por diversificar el repertorio. Llama la atención que sea un ballet narrado convencionalmente, pero no como muchos de los clásicos decimonónicos, esa chispeante manera de Petipá. Aquí se les ofrece a los intérpretes la posibilidad de ahondar en la proyección dramática en un tempo más reposado, en escenas que hacen confluir cierta vocación naturalista con las ensoñaciones de un espíritu romántico. Es una oportunidad para los artistas… y también una propuesta interesante para el público.(Portal Cuba Sí)