Matanzas y el legado imborrable de Eusebio Leal

Hablar del rescate patrimonial en Cuba sin mencionar a Eusebio Leal Spengler es como evocar el danzón olvidando a Miguel Faílde. Pero si hay una ciudad fuera de La Habana que lleva tatuado en sus piedras, puentes y alma el fervor de Leal, esa es, sin duda, Matanzas.

La Atenas de Cuba le debe mucho más que reconocimientos; le debe la conciencia viva de su valor irrepetible y la hoja de ruta para salvaguardarlo. Hoy, cuando recorremos sus calles, la sombra del Historiador Mayor nos susurra al oído: «Menos que nunca ahora podemos arriesgarnos a perder lo que nos queda».

La relación de Leal con Matanzas no fue un romance de ocasión. Como bien explica Armando Santana Montes de Oca, especialista de la Oficina del Conservador de la Ciudad, ello “comenzó en 1978, con la seriedad del académico y la pasión del converso. Aquel año, participó en la creación de la Comisión Provincial de Monumentos, el primer órgano formal dedicado a velar por el patrimonio matancero. Ya entonces, Leal veía lo que muchos tardarían décadas en entender: que esta ciudad, con su trazado neoclásico pionero en América, sus puentes legendarios y su Valle de Yumurí, era un diamante en bruto amenazado por el olvido y la desidia”.

Pero fue en 1993, durante la celebración del tricentenario de la Venecia de América, cuando Leal plantó su bandera con la contundencia del que no pide permiso. Explica el joven historiador que su memorable paseo periodístico «Andar Matanzas», junto a Aurora López desde las páginas del semanario Girón, no se limitó a elogiar postales. Lanzó una alerta temprana y visionaria: «Matanzas [debe erigirse] como alternativa patrimonial y natural al destino turístico de Varadero… menos que nunca ahora podemos arriesgarnos a perder lo que nos queda de ese patrimonio que ha sido dañado y espoleado en el pasado, y aún por desconocimiento, por enjundia y por desidia en el presente.»

Aquí no había retórica vacía. Era un diagnóstico certero y un llamado a la acción. Leal no solo veía ruinas; veía potencial económico, identidad nacional y dignidad ciudadana.

Ya vislumbraba lo que hoy es obvio: que el turismo de sol y playa en Varadero podía –debía– complementarse con un turismo cultural seducido por los tesoros de Matanzas y Cárdenas.

De acuerdo con Santana Montes de Oca, Leal sabía que a los discursos se los lleva el viento; los títulos institucionales, no. Por eso su lucha incansable durante dos décadas para que el Centro Histórico de Matanzas fuera declarado Monumento Nacional. Cuando al fin llegó el decreto en 2013, su carta de felicitación a los matanceros fue una sensible muestra de modestia y firmeza: «Ahora nos queda defender, palmo a palmo, la ciudad histórica, sacudir las ruinas, exaltar sus valores y cuidar más que nunca los que otros hicieron para que fuera posible nuestra propia obra.»

Típico de Leal: celebrar el logro colectivo mientras clavaba el próximo objetivo. Porque para él, la declaratoria no era un final, sino el permiso para empezar. Al año siguiente –2014–, usando su influencia como presidente de la Red de Oficinas del Historiador y del Conservador de Cuba, logró integrar a la Oficina del Conservador de Matanzas en esa red vital. Fue un salvavidas institucional y técnico. Matanzas ya no estaba sola.

Recuerda el historiador matancero que, en 2018, un Leal visiblemente emocionado y frágil caminó por las calles de Matanzas por última vez. La ciudad le respondió con el título más entrañable: Hijo Adoptivo. Pero él no vino solo a recibir honores. “Traía bajo el brazo el Programa de Reanimación Matanzas 325, un plan concreto para «rasgar el velo del tiempo» y devolver el esplendor a edificios y espacios públicos agonizantes. Ver renacer esas piedras fue, quizás, su última gran alegría. Era la materialización de su fe inquebrantable: Matanzas podía, debía, salvarse”.

El testamento intelectual de Leal para Matanzas está recogido en su entrevista del año 1993 con Aurora López, cuando desgranó con precisión quirúrgica por qué esta ciudad era única y cómo debía protegerse: Para Leal, Matanzas era un centro de cultura viva –el danzón de Faílde, el teatro Sauto, la poesía de Carilda, Ediciones Vigía–; era parte de la historia estratégica –el triángulo militar Coliseo-Calimete-Jovellanos, la ruta de la invasión libertadora, figuras como Lacret Morlot–; posee naturaleza fundacional con el Valle de Yumurí –»patrimonio de la República», comparable solo a Viñales–, la bahía, Monserrate; y tiene arquitectura pionera al ser la primera ciudad moderna de América, con un plano urbano respetado que integraba niveles y naturaleza.

Pero, además, Leal fue clarividente. Según el especialista yumurino, el Historiador de La Habana refirió que «Matanzas y Cárdenas… deben ejercer un papel de control, de contrapeso [frente a Varadero], para que sepan que los cubanos no solamente tenemos arena y mujeres… sino que Cuba es una familia, una obra creadora, una acumulación de bienes espirituales.».

Su grito de guerra de que «No existe todavía una suficiente conciencia en todo el país del valor de nuestro patrimonio… Hay que profundizar muchísimo en la conciencia del valor de lo nuestro.» Sin esa conciencia colectiva, advirtió, ningún decreto ni oficina salvaría nada.

Hoy, mientras la Oficina del Conservador de Matanzas libra su batalla diaria contra el tiempo, la falta de recursos y la urgencia, el espíritu de Leal sigue presente. Su legado para Matanzas es multifacético. Sin su empuje, la declaratoria de Monumento Nacional y la integración en la Red de Oficinas del Historiador hubieran tardado décadas más, o quizás nunca llegaran.

Entendió como nadie que el patrimonio no es un lujo, sino un eje de desarrollo económico sostenible y un pilar de identidad nacional, mientras que contribuyó a que los matanceros y cubanos vieran nuestra ciudad no con resignación, sino con el orgullo de quien custodia un tesoro.

Eusebio Leal Spengler no «ayudó» a Matanzas. Se enamoró de ella, la diagnosticó, le recetó un futuro y luchó como un titán para que lo alcanzara. Fue su abogado en salones de poder, su poeta en las páginas de Girón, su ingeniero en proyectos de restauración y, finalmente, su Hijo Adoptivo.

Las palabras que escribió en 1993 marcan hoy la agenda patrimonial con urgencia renovada: «Menos que nunca ahora podemos arriesgarnos a perder lo que nos queda».

Cada vez que un matancero ve renacer una columnata, pasear un turista por el Parque de la Libertad o defender un viejo caserón, está honrando al hombre de la armadura gris que creyó, contra todo pronóstico, que Matanzas valía la pena. Su obra aquí no es solo piedra restaurada. Es conciencia, orgullo y un mandato perpetuo: defender, palmo a palmo, la ciudad histórica. Porque como él mismo enseñó, la verdadera restauración no es solo del pasado, sino del futuro.

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